martes, 12 de diciembre de 2006

La lechería


Me quité las zapatillas de ciento sesenta pesos que había comprado el día anterior. Me calcé las peores, unas topper agujereadas -naturalmente azules, suciamente grises- y caminé hasta La lechería.
La lechería es una construcción que supo ser una cooperativa de lecheros. Aún puede leerse, con mucho esfuerzo, el nombre en la fachada. La cooperativa cerró en los primeros setenta. Cuando los ochenta amanecían perversos, con movimientos pendulares entre la plata dulce y la muerte, algunas familias con problemas de vivienda ingresaron al lugar. Y la población fue creciendo hasta llegar a las doscientas familias que viven arrojadas en él. Nadie puede elegir vivir allí. Sólo es posible ser arrojado a ese espacio que, como cuando quebró la cooperativa, sigue siendo un gran galpón abandonado, sólo que ahora lo habitan unas mil personas.
Como lo único que crece en tierra seca es la solidaridad, un grupo de jóvenes de veintipico comenzaron a acortar las distancias entre ellos, chicos y chicas de clase media, y los lecheros, como se autodenominan los habitantes con una mezcla de orgullo, pertenencia y tristeza. Así nació, en el alboroto político y emocional del dos mil dos, La escuelita, una pieza pequeña que puede verse cuando uno pasa por ahí, Caracas 2767, La Paternal o Villa Mitre, acá nomás, vergonzosamente cerca. En La escuelita, como se anuncia por su nombre, los chicos se acercan a los talleres, quizá con la conciencia de tratar de escaparle al futuro desesperanzado que adivinan en los ojos de sus padres.
Como el problema mayor es la vivienda, existen varias cooperativas que están intentando negociar las soluciones. Una de ellas es “Los bajitos”. En ella vuelcan sus esfuerzos los trabajadores sociales de La escuelita.
Son los que me guiaron cuando entré a La lechería. La sensación que rescaté inicialmente, fue la de haberme internado en unas cavernas. A pasos de la entrada ya aparecen las primeras construcciones, piezas de ladrillos sin revoques, puertas, ni ventanas; solamente ladrillos y huecos. La privacidad se resguarda con cortinas, como cuando uno intenta escaparle a la lluvia tapándose con un diario doblado. Una maraña de algo que creí serían cables discuten su recorrido en las alturas, tratando de no caer. Pensé que serían conductores de luz, pero no eran cables sino mangueras de goma multicolor, aquellas que usamos para lavar los autos. Esas son las cañerías del lugar. Quienes las instalaron, tienen agua en sus casas; los que no, viajan con baldes hasta la canilla que se ve en la entrada. Por el pasillo apenas cabemos los dos, Germán Sartori, uno de los trabajadores sociales de La escuelita, que oficia de guía, y yo; es decir que las casas se enfrentan a muy poca distancia.
Seguido, en las cavernas, uno puede ver escaleras semiescondidas que conducen a las construcciones superiores. Dos pisos más que prefiero no explorar: “después vamos”, dijo Germán, otorgándome tal vez la opción permanente de cancelar la invitación. En uno de los pasillos, una mujer pelea una guerra desigual: destapar una cámara cloacal con una sopapa de pileta o inodoro. Que le vayan a hablar de Bush en Irak, si ella tiene allí su propia derrota a la vista cada vez que intenta que esa masa densa que despide un olor que marea no consiga inundarlo todo. Superada la prueba que constató que no he perdido aún el sentido del olfato, llegamos a una especie de esquina, laberíntica, inextricable diría Borges si se hubiera animado a imaginarla en alguno de sus relatos. Fue el único instante sumergido allí en el que entró algo de luz solar. Todo lo demás era noche, aun cuando el sol de las tres de la tarde, afuera, pusiera colorado a más de uno. Al elegir uno de los caminos, otra mujer, a la que Germán saluda, tiene su propia pelea enfrente: un caño de agua, al que todavía se ve escupir desde el piso, creó una laguna artificial que la joven trata de sortear apoyando sus pies en un camino de baldosas fabricado para la ocasión. Viene con un balde repleto en su mano, así que la tarea es más complicada. Sin esperar el resultado de la travesía, salimos por una puerta hacia el pasaje que permite ver mejor, desde afuera, la magnitud y el deterioro del lugar: “si no se cayeron es porque la fábrica estaba preparada para soportar peso”, explica Germán, seguramente acostumbrado a la mirada rebalsada de asombro de los visitantes.
Ya en el campo externo que es el patio común, en la orilla, bajando unos pasos, en lugar del mar están las vías del tren. Allí es el festival de la Cooperativa Los Bajitos. Un chiquito corre con desesperación al globo que se le escapó. Están todos mirando a los artistas que tocan sus chacareras y a las bonitas mujeres que las bailan sin improvisación. Me generan envidia: nunca voy a poder bailar así. Pero mis ojos siguen puestos en el pibe que persigue al globo. Y yo lo persigo a él para ver si en ese lugar alguien gana alguna batalla. Corre y baja a la playa, o sea a las vías. Y se interna en el mar. Siento el impulso de gritarle para que note su imprudencia, pero consigo percibir que el equivocado soy yo. Hubiese sido ridícula cualquier advertencia. Él nació ahí y son muchos los pibes que van y vienen cruzando las vías desde sus casas hasta las bodegas que los acercan al puente de la Avenida San Martín, con menos cuidado que el que uno tiene para cruzar la calle cuando corresponde. Y el tren pasa demasiado seguido, pero ellos saben lo que hacen, aunque sea peligroso. Crecen en peligro y no sólo por el tren.
Sobrepasado el trance, puedo pensar que nadie merece vivir así, en esas condiciones. Aunque te puedan decir que están orgullosos de estar ahí (¿qué más les queda que inventarse o sentir genuinamente ese sentimiento de pertenencia?). Pero nadie, ningún ser humano, merece vivir así. Ni en La lechería, ni en Ciudad Oculta, la Villa 20 de Lugano, en Retiro, el conurbano o el pueblito más alejado. Nadie merece vivir así.
En el caso de La lechería, la responsabilidad política se hace más evidente. Si bien existe una ley de la Ciudad de Buenos Aires, la 341, que obliga al IVC (Instituto de Vivienda de la Ciudad) a otorgarles créditos a las cooperativas de viviendas, no hay solución todavía para los habitantes. La situación es compleja, porque no es un terreno fiscal, como la mayoría de las villas, sino privado. Es decir que en los papeles tiene dueña. Pero eso, lejos de ser un problema, debería actuar como auxilio, porque Adelina Zahara, la viuda del dueño que compró el predio a escaso valor en un remate tras la quiebra de la Cooperativa lechera, les dijo a los habitantes que quiere vender y que prefiere venderles a ellos, seguramente para terminar de sacarse el muerto de encima. Entonces sólo restaría que el Gobierno porteño les otorgue un préstamo a las cooperativas de viviendas, tanto para comprar el predio, como para reconstruirlo con dignidad. Para eso ya tienen un proyecto de edificación de cuatro torres que puedan albergar a todas las familias. El proyecto generaría, además, trabajo para los albañiles del barrio, el oficio que más conocen sus habitantes. A pesar de lo que uno pudiera imaginarse, la mayor parte tiene trabajo, aunque con sueldos bajos y generalmente en negro. No están pidiendo que les regalen nada. Sólo necesitan un préstamo que puedan devolver con sus sueldos o, más que eso, que al poder y al resto de la sociedad les importe que haya personas viviendo así.
Dicen que los funcionarios de Derechos Humanos de la ciudad han confesado que cuentan con el dinero, pero que necesitan una decisión política. Y todos en La lechería, conocedores del cronograma electoral, confían en poder recomenzar sus vidas durante el año próximo, cuando los políticos se pongan sensibles por un rato.
Germán me presenta a Raúl Calatayún. Deja de ocuparse de la parrilla para acercarse a charlar. “Rulo” tiene cincuenta y seis años. Fue uno de los primeros en llegar, en el setenta y nueve; o sea que lleva más de la mitad de su vida allí. Marca rápidamente una diferencia de épocas: “antes éramos poquitos y la vecindad estaba conforme, pero después los pibes empezaron a crecer y como en todo barrio...”, se refiere así a los adolescentes que generan la mirada despectiva de muchos vecinos. Rulo nunca deja de hablar. Dice que él no se siente discriminado porque, por su forma de ser, cae bien en cualquier espacio, pero admite que muchos allí sienten que el resto del barrio los mira mal. De todas maneras, se enoja cuando recuerda un hecho reciente: “lo que no me gusta es que cuando tiene que venir una ambulancia traiga custodia policial. El otro día tuve que llamar a la obra social del SUTERH, porque yo trabajo en una portería de Belgrano. Me sentía mal y cuando me quise acordar, le estaba dando mis datos a un policía. Entonces le pregunté ‘¿y usted qué hace acá?’ y me dice: ‘le tengo que tomar los datos porque si no la ambulancia no viene’. Le pedí que me contara si alguna vez alguien le había hecho algo a alguna ambulancia que viniera acá y no supo qué decirme. Esas cosas a mí no me gustan, es feo para cualquiera, ¿dónde estamos? Es como si estuviéramos en Irak”, me dice, sin saber que yo había pensado la misma metáfora mientras recorría el lugar.
-Llevás muchos años acá, ¿estás acostumbrado? – pregunto.
-A mí me gusta el lugar, pero yo no me puedo adaptar a vivir en un rancho. Yo me vine de Gualeguaychú, mi pueblo, y con el trabajo de mi padre no te voy a decir que vivíamos bien, pero sí mejor que acá. Soy una persona mayor que se levanta a las cinco de la mañana para ir a trabajar y duermo mal por los chicos de dieciocho, veinte años, que están toda la noche gritando”. Es que allí nadie tiene su espacio. No existen frases comunes a muchos de nosotros, como “lo arreglamos puertas adentro”. En La lechería cada grito, llanto o risa tiene todos los oídos al alcance, estén bien dispuestos o no.
José Leal es el presidente de la Cooperativa Los Bajitos desde hace cinco años. Habita el lugar hace veintitrés, “desde Alfonsín”, explicará: “vivía en un hotel en Palermo hasta que nos agarró la crisis, no pudimos pagar más y terminamos acá. Tenía un primo que ya estaba y nos vinimos también”.
-¿Cómo es vivir en La lechería? – le suelto, tratando de indagar en lo cotidiano.
-Tiene su lado bueno y su lado malo. Yo soy una persona muy tranquila y comunitaria, pero me gustaría vivir sólo con mi familia, pero a la vez no me molestan los vecinos, porque sé compartir y ubicarme, respetando los horarios, manteniendo el sector limpio – responde, con su hablar pausado.
-¿Qué es lo que más te jode de vivir acá?
-Hay muchas cosas que uno no puede hacer: tener las visitas de parientes o amigos. Tener un lugar para mis dos hijos, porque si bien tengo una habitación grande, son un varón y una nena que comparten. Me gustaría tener un lugar para cada uno. Y además tengo tres perros, que no sé si los quiero más que a los pibes míos – cuenta, riendo en busca de complicidad.
Ya alguna vez me había encontrado con una situación similar. Una amiga, que vive humildemente en un espacio pequeño con su mamá, dos perros y un gato, tenía serias dificultades económicas, pero no dejaba de gastar buena parte de su sueldo en atención veterinaria. Una tarde me animé a decirle que quizá debería pensar en deshacerse del perro, para poder vivir menos ahorcada y más cómoda, “ni en pedo –me gritó- los animales son mejores que las personas. No traicionan”. Como el policía ante Rulo, no supe qué contestar. Sólo atiné a pensar que ojalá no tenga razón. El comentario de José, aunque risueño, me recordó aquel diálogo. No debe ser casualidad que quienes más sufren la desigualdad humana tengan atenciones especiales con los perros o los gatos, aun a costa de tener que apretarse el propio cuello un poco más.
Mientras me iba, pensé que más o menos había podido registrar qué sentían algunas personas que viven en La lechería. Entonces intenté establecer qué me pasaba a mí con eso. Descartada la culpa burguesa, que supe cargar en otros tiempos pero ya superé, entendí que sentía vergüenza. Por eso, previendo esa sensación, me cambié las zapatillas antes de ir. Porque me dio vergüenza. No culpa, como podría pensarse. Vergüenza. Y también por eso preferí caminar hasta el dolor de mis pies, que ir en auto, por más triste que pueda estar su pintura, que lejos de ostentación genera lástima y que es producto de mi trabajo. Porque me dio vergüenza que ellos vivan así, sobre todo cuando trabajan como yo.
Por eso escribo estas líneas, también infectadas de vergüenza, que tienen el fin de contagiar. Necesitamos avergonzarnos de algunas cosas que nos suceden como sociedad.
Y ya no sé si volveré a calzar las Reebok, flamantes, pero sucias entre los pies descalzos de los pibes de La lechería.

Fernando Tebele

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