martes, 12 de diciembre de 2006

La lechería


Me quité las zapatillas de ciento sesenta pesos que había comprado el día anterior. Me calcé las peores, unas topper agujereadas -naturalmente azules, suciamente grises- y caminé hasta La lechería.
La lechería es una construcción que supo ser una cooperativa de lecheros. Aún puede leerse, con mucho esfuerzo, el nombre en la fachada. La cooperativa cerró en los primeros setenta. Cuando los ochenta amanecían perversos, con movimientos pendulares entre la plata dulce y la muerte, algunas familias con problemas de vivienda ingresaron al lugar. Y la población fue creciendo hasta llegar a las doscientas familias que viven arrojadas en él. Nadie puede elegir vivir allí. Sólo es posible ser arrojado a ese espacio que, como cuando quebró la cooperativa, sigue siendo un gran galpón abandonado, sólo que ahora lo habitan unas mil personas.
Como lo único que crece en tierra seca es la solidaridad, un grupo de jóvenes de veintipico comenzaron a acortar las distancias entre ellos, chicos y chicas de clase media, y los lecheros, como se autodenominan los habitantes con una mezcla de orgullo, pertenencia y tristeza. Así nació, en el alboroto político y emocional del dos mil dos, La escuelita, una pieza pequeña que puede verse cuando uno pasa por ahí, Caracas 2767, La Paternal o Villa Mitre, acá nomás, vergonzosamente cerca. En La escuelita, como se anuncia por su nombre, los chicos se acercan a los talleres, quizá con la conciencia de tratar de escaparle al futuro desesperanzado que adivinan en los ojos de sus padres.
Como el problema mayor es la vivienda, existen varias cooperativas que están intentando negociar las soluciones. Una de ellas es “Los bajitos”. En ella vuelcan sus esfuerzos los trabajadores sociales de La escuelita.
Son los que me guiaron cuando entré a La lechería. La sensación que rescaté inicialmente, fue la de haberme internado en unas cavernas. A pasos de la entrada ya aparecen las primeras construcciones, piezas de ladrillos sin revoques, puertas, ni ventanas; solamente ladrillos y huecos. La privacidad se resguarda con cortinas, como cuando uno intenta escaparle a la lluvia tapándose con un diario doblado. Una maraña de algo que creí serían cables discuten su recorrido en las alturas, tratando de no caer. Pensé que serían conductores de luz, pero no eran cables sino mangueras de goma multicolor, aquellas que usamos para lavar los autos. Esas son las cañerías del lugar. Quienes las instalaron, tienen agua en sus casas; los que no, viajan con baldes hasta la canilla que se ve en la entrada. Por el pasillo apenas cabemos los dos, Germán Sartori, uno de los trabajadores sociales de La escuelita, que oficia de guía, y yo; es decir que las casas se enfrentan a muy poca distancia.
Seguido, en las cavernas, uno puede ver escaleras semiescondidas que conducen a las construcciones superiores. Dos pisos más que prefiero no explorar: “después vamos”, dijo Germán, otorgándome tal vez la opción permanente de cancelar la invitación. En uno de los pasillos, una mujer pelea una guerra desigual: destapar una cámara cloacal con una sopapa de pileta o inodoro. Que le vayan a hablar de Bush en Irak, si ella tiene allí su propia derrota a la vista cada vez que intenta que esa masa densa que despide un olor que marea no consiga inundarlo todo. Superada la prueba que constató que no he perdido aún el sentido del olfato, llegamos a una especie de esquina, laberíntica, inextricable diría Borges si se hubiera animado a imaginarla en alguno de sus relatos. Fue el único instante sumergido allí en el que entró algo de luz solar. Todo lo demás era noche, aun cuando el sol de las tres de la tarde, afuera, pusiera colorado a más de uno. Al elegir uno de los caminos, otra mujer, a la que Germán saluda, tiene su propia pelea enfrente: un caño de agua, al que todavía se ve escupir desde el piso, creó una laguna artificial que la joven trata de sortear apoyando sus pies en un camino de baldosas fabricado para la ocasión. Viene con un balde repleto en su mano, así que la tarea es más complicada. Sin esperar el resultado de la travesía, salimos por una puerta hacia el pasaje que permite ver mejor, desde afuera, la magnitud y el deterioro del lugar: “si no se cayeron es porque la fábrica estaba preparada para soportar peso”, explica Germán, seguramente acostumbrado a la mirada rebalsada de asombro de los visitantes.
Ya en el campo externo que es el patio común, en la orilla, bajando unos pasos, en lugar del mar están las vías del tren. Allí es el festival de la Cooperativa Los Bajitos. Un chiquito corre con desesperación al globo que se le escapó. Están todos mirando a los artistas que tocan sus chacareras y a las bonitas mujeres que las bailan sin improvisación. Me generan envidia: nunca voy a poder bailar así. Pero mis ojos siguen puestos en el pibe que persigue al globo. Y yo lo persigo a él para ver si en ese lugar alguien gana alguna batalla. Corre y baja a la playa, o sea a las vías. Y se interna en el mar. Siento el impulso de gritarle para que note su imprudencia, pero consigo percibir que el equivocado soy yo. Hubiese sido ridícula cualquier advertencia. Él nació ahí y son muchos los pibes que van y vienen cruzando las vías desde sus casas hasta las bodegas que los acercan al puente de la Avenida San Martín, con menos cuidado que el que uno tiene para cruzar la calle cuando corresponde. Y el tren pasa demasiado seguido, pero ellos saben lo que hacen, aunque sea peligroso. Crecen en peligro y no sólo por el tren.
Sobrepasado el trance, puedo pensar que nadie merece vivir así, en esas condiciones. Aunque te puedan decir que están orgullosos de estar ahí (¿qué más les queda que inventarse o sentir genuinamente ese sentimiento de pertenencia?). Pero nadie, ningún ser humano, merece vivir así. Ni en La lechería, ni en Ciudad Oculta, la Villa 20 de Lugano, en Retiro, el conurbano o el pueblito más alejado. Nadie merece vivir así.
En el caso de La lechería, la responsabilidad política se hace más evidente. Si bien existe una ley de la Ciudad de Buenos Aires, la 341, que obliga al IVC (Instituto de Vivienda de la Ciudad) a otorgarles créditos a las cooperativas de viviendas, no hay solución todavía para los habitantes. La situación es compleja, porque no es un terreno fiscal, como la mayoría de las villas, sino privado. Es decir que en los papeles tiene dueña. Pero eso, lejos de ser un problema, debería actuar como auxilio, porque Adelina Zahara, la viuda del dueño que compró el predio a escaso valor en un remate tras la quiebra de la Cooperativa lechera, les dijo a los habitantes que quiere vender y que prefiere venderles a ellos, seguramente para terminar de sacarse el muerto de encima. Entonces sólo restaría que el Gobierno porteño les otorgue un préstamo a las cooperativas de viviendas, tanto para comprar el predio, como para reconstruirlo con dignidad. Para eso ya tienen un proyecto de edificación de cuatro torres que puedan albergar a todas las familias. El proyecto generaría, además, trabajo para los albañiles del barrio, el oficio que más conocen sus habitantes. A pesar de lo que uno pudiera imaginarse, la mayor parte tiene trabajo, aunque con sueldos bajos y generalmente en negro. No están pidiendo que les regalen nada. Sólo necesitan un préstamo que puedan devolver con sus sueldos o, más que eso, que al poder y al resto de la sociedad les importe que haya personas viviendo así.
Dicen que los funcionarios de Derechos Humanos de la ciudad han confesado que cuentan con el dinero, pero que necesitan una decisión política. Y todos en La lechería, conocedores del cronograma electoral, confían en poder recomenzar sus vidas durante el año próximo, cuando los políticos se pongan sensibles por un rato.
Germán me presenta a Raúl Calatayún. Deja de ocuparse de la parrilla para acercarse a charlar. “Rulo” tiene cincuenta y seis años. Fue uno de los primeros en llegar, en el setenta y nueve; o sea que lleva más de la mitad de su vida allí. Marca rápidamente una diferencia de épocas: “antes éramos poquitos y la vecindad estaba conforme, pero después los pibes empezaron a crecer y como en todo barrio...”, se refiere así a los adolescentes que generan la mirada despectiva de muchos vecinos. Rulo nunca deja de hablar. Dice que él no se siente discriminado porque, por su forma de ser, cae bien en cualquier espacio, pero admite que muchos allí sienten que el resto del barrio los mira mal. De todas maneras, se enoja cuando recuerda un hecho reciente: “lo que no me gusta es que cuando tiene que venir una ambulancia traiga custodia policial. El otro día tuve que llamar a la obra social del SUTERH, porque yo trabajo en una portería de Belgrano. Me sentía mal y cuando me quise acordar, le estaba dando mis datos a un policía. Entonces le pregunté ‘¿y usted qué hace acá?’ y me dice: ‘le tengo que tomar los datos porque si no la ambulancia no viene’. Le pedí que me contara si alguna vez alguien le había hecho algo a alguna ambulancia que viniera acá y no supo qué decirme. Esas cosas a mí no me gustan, es feo para cualquiera, ¿dónde estamos? Es como si estuviéramos en Irak”, me dice, sin saber que yo había pensado la misma metáfora mientras recorría el lugar.
-Llevás muchos años acá, ¿estás acostumbrado? – pregunto.
-A mí me gusta el lugar, pero yo no me puedo adaptar a vivir en un rancho. Yo me vine de Gualeguaychú, mi pueblo, y con el trabajo de mi padre no te voy a decir que vivíamos bien, pero sí mejor que acá. Soy una persona mayor que se levanta a las cinco de la mañana para ir a trabajar y duermo mal por los chicos de dieciocho, veinte años, que están toda la noche gritando”. Es que allí nadie tiene su espacio. No existen frases comunes a muchos de nosotros, como “lo arreglamos puertas adentro”. En La lechería cada grito, llanto o risa tiene todos los oídos al alcance, estén bien dispuestos o no.
José Leal es el presidente de la Cooperativa Los Bajitos desde hace cinco años. Habita el lugar hace veintitrés, “desde Alfonsín”, explicará: “vivía en un hotel en Palermo hasta que nos agarró la crisis, no pudimos pagar más y terminamos acá. Tenía un primo que ya estaba y nos vinimos también”.
-¿Cómo es vivir en La lechería? – le suelto, tratando de indagar en lo cotidiano.
-Tiene su lado bueno y su lado malo. Yo soy una persona muy tranquila y comunitaria, pero me gustaría vivir sólo con mi familia, pero a la vez no me molestan los vecinos, porque sé compartir y ubicarme, respetando los horarios, manteniendo el sector limpio – responde, con su hablar pausado.
-¿Qué es lo que más te jode de vivir acá?
-Hay muchas cosas que uno no puede hacer: tener las visitas de parientes o amigos. Tener un lugar para mis dos hijos, porque si bien tengo una habitación grande, son un varón y una nena que comparten. Me gustaría tener un lugar para cada uno. Y además tengo tres perros, que no sé si los quiero más que a los pibes míos – cuenta, riendo en busca de complicidad.
Ya alguna vez me había encontrado con una situación similar. Una amiga, que vive humildemente en un espacio pequeño con su mamá, dos perros y un gato, tenía serias dificultades económicas, pero no dejaba de gastar buena parte de su sueldo en atención veterinaria. Una tarde me animé a decirle que quizá debería pensar en deshacerse del perro, para poder vivir menos ahorcada y más cómoda, “ni en pedo –me gritó- los animales son mejores que las personas. No traicionan”. Como el policía ante Rulo, no supe qué contestar. Sólo atiné a pensar que ojalá no tenga razón. El comentario de José, aunque risueño, me recordó aquel diálogo. No debe ser casualidad que quienes más sufren la desigualdad humana tengan atenciones especiales con los perros o los gatos, aun a costa de tener que apretarse el propio cuello un poco más.
Mientras me iba, pensé que más o menos había podido registrar qué sentían algunas personas que viven en La lechería. Entonces intenté establecer qué me pasaba a mí con eso. Descartada la culpa burguesa, que supe cargar en otros tiempos pero ya superé, entendí que sentía vergüenza. Por eso, previendo esa sensación, me cambié las zapatillas antes de ir. Porque me dio vergüenza. No culpa, como podría pensarse. Vergüenza. Y también por eso preferí caminar hasta el dolor de mis pies, que ir en auto, por más triste que pueda estar su pintura, que lejos de ostentación genera lástima y que es producto de mi trabajo. Porque me dio vergüenza que ellos vivan así, sobre todo cuando trabajan como yo.
Por eso escribo estas líneas, también infectadas de vergüenza, que tienen el fin de contagiar. Necesitamos avergonzarnos de algunas cosas que nos suceden como sociedad.
Y ya no sé si volveré a calzar las Reebok, flamantes, pero sucias entre los pies descalzos de los pibes de La lechería.

Fernando Tebele

viernes, 8 de diciembre de 2006

Fotos de Venezuela


Caracas es un valle. No tenía más que ese dato de la capital de la República Bolivariana de Venezuela antes de visitarla, por primera vez, en octubre del año pasado. Supongo que no habré buscado otros datos previamente porque no pude creer que estaría allí, hasta que alguien, en el aeropuerto, me dijo: “por aquí chico”. Mi incredulidad tenía que ver con el momento histórico y el contexto de la nota por cubrir: el Primer Encuentro Latinoamericano de Fábricas Recuperadas, es decir gestionadas por sus trabajadores, que tuvo su espacio en medio de una Revolución. A las revoluciones siempre las había leído, pero ahora me tocaba ver una de cerca.
En el camino hacia el hotel, aunque fuese de noche, podían apreciarse miles de luces a los costados, como si estuviésemos ante árboles navideños gigantes. Supimos que eran las luces de los barrios, las villas caraqueñas que miran la ciudad desde arriba, pero bien desde abajo.
Cuando llegamos al hotel, que formaba parte de la cadena Hilton y ahora pertenece al Estado, la visión era más clara desde los pisos superiores. Los pobres están ahí, todo el tiempo a la vista, aunque tengan casi ciudades propias en cada cerro.
Cuando el día alumbra, el paisaje se torna pintoresco. Las casas elevadas tienen todos los colores posibles y se miran de frente con los largos edificios grises, sin balcones y con rejas hasta el último piso que delatan que el hombre araña anduvo por ahí.
En esas tardes, en el Teatro Teresa Carreño, una construcción audaz que se eleva entre las avenidas inexplicables que se cruzan todo el tiempo, una gran bandera caía desde el techo de su fachada. Era un trapo enorme –rojo social, si existe ese tono- que anunciaba que la UNESCO declaraba a Venezuela libre de analfabetismo. En un país que tenía, al asumir Hugo Chávez Frías en 1999, al 70% de su población abandonada en la pobreza, no es un dato menor haber conseguido ese status. Tampoco carece de importancia que esa gente tenga acceso a la salud en sus propios barrios, con la ayuda de legiones de médicos cubanos.
Mucho se habla en Argentina acerca de la distribución de la riqueza. Existen, para ser básicos, dos métodos que permiten hacerlo: expropiar bienes y medios de producción a los que más tienen; o mantener a los ricos como están, pero que el Estado reparta socialmente parte del dinero sobrante. Chávez no usó la primera herramienta. Eligió, sin duda alguna, el camino de entregarle a los desposeídos de todo algunos derechos elementales, como comida, salud y educación. Aunque anuncia que está construyendo el socialismo del siglo veintiuno, por lo que no habría que descartar avances más profundos, sobre todo después de su aplastante victoria electoral. Por eso lo odian la clase media y la burguesía. Porque puso en evidencia que, adentro de esas casas coloridas que uno no sabe cuándo se van a caer, viven seres humanos. Y les demostró a todos que esa gente puede vivir mejor.
Muchos dicen que Chávez es un Perón tardío para su país. En todo caso, se parece en la política de beneficiar a los que menos tienen y ha aprendido de algunos errores del viejo líder, a quién ha leído mucho. Un lado interesante de su política es que no actúa como importador de pensamientos; es decir que, aun admirando a líderes de todas las épocas, sus acciones se vuelven personales. Un Chávez se prepara con una cuarto de Castro, un toque de Perón y Cristo a gusto. El plato que está servido a la mesa es único, para bien o para mal.
Luego se aportan muchas verdades que mienten.

Libertad de prensa
Jorge Lanata está cubriendo las elecciones. En su programa de Radio del Plata, le contó a la audiencia que si él viviera en Venezuela estaría preso. El “Ruso” Verea, desde su lucidez crónica, le preguntó: “¿hay periodistas presos?”. Lanata respondió que no y nadie entendió por qué él sería el primero. En realidad, Lanata, a quien respeto y admiro, no pudo evitar el error de diagnóstico: “como es una revolución, debe haber censura de prensa”, habrá pensado automáticamente, pero no es así y sobran pruebas.
En abril de 2002, un golpe cívico militar sacó a Chávez del poder por 48 horas. Los medios de comunicación fueron la principal figura de la selección que jugó su partido hasta que la gente copó la cancha. Fueron tan obscenos en su plan que todo el mundo se dio cuenta y por eso la monada que bajó de los cerros para terminar con el golpe rodeó no sólo el Palacio de Miraflores –sede del gobierno- sino también los edificios mediáticos.
Otra vez en su cargo, cuando todos esperábamos que contraatacara cerrándolos, impulsó la creación de medios alternativos de radio y televisión. Estos medios, con el apoyo estatal, han crecido de tal manera que comparten audiencia de igual a igual con los preexistentes.
Lanata, entonces, no estaría preso en Venezuela. Y quizás trabajaría en El Universal.
Lo que ocurre, y tal vez no sea un buen síntoma, es que existen pocos medios independientes: están los chavistas y los antichavistas.
En Venezuela todos parecen tener decidido de qué lado están. En cada esquina y en cada redacción.

Le vende petróleo al enemigo
Puede oírse con mucha frecuencia, a modo de contradicción con su explosivo discurso antiimperialista, que Chávez habla mucho en contra del capitalismo, pero le proporciona todo el petróleo que necesita a su principal bastión. Es cierto: Estados Unidos es el consumidor más compulsivo de crudo venezolano. O sea que muchos de esos dólares que suben los cerros vienen del norte ¿Debe Venezuela castigarse a sí misma para enfrentar políticamente a su enemigo? Parece más una tarea para el Marqués de Sade que para Chávez. En todo caso, sería más lógico pedirle a Bush que no le compre, acostumbrado a mantener el histórico bloqueo inhumano que le impide a Cuba comerciar naturalmente con su vecino más próximo.

No hay democracia
Cumpliendo con su principal promesa de campaña, Hugo Chávez Frías, apenas asumió, convocó a una reforma de la Constitución, para la que llamó a elecciones de asambleístas. Una vez elaborada la nueva carta fundamental, volvió a las urnas para que la población decidiera si estaba conforme con los cambios. Las dos veces recibió un apoyo masivo. Siempre con el voto a mano.
En el bolsillo de su camisa generalmente bordó siempre hay un pequeño ejemplar de la nueva ley y suelen regalarla a su paso. Tengo dos en mi poder. Viene bien leerla cada tanto, aunque sea aburrida como toda ley. Muchos pensaban que lo que allí se declamaba, difícilmente se pusiera en práctica; en fin, sabés que vengo de un país que está de olvido y siempre gris, cuando se trata del catorce bis.
Tras meses de campaña callejera, la oposición juntó las firmas necesarias para someterlo a un plebiscito revocatorio, figura que los mismos bolivarianos instalaron en la nueva Constitución para poder quitar a un presidente antes de que termine su mandato por vía directa. Eran varios los que especulaban viendo por dónde Chávez le escaparía al voto que podía dejarlo sin presidencia. Nuevamente a las urnas. Otra victoria aplastante.
Pero en Venezuela no hay democracia. Sobre todo porque están cansados de votar, aunque la oposición se abstenga de participar, como en las parlamentarias del año pasado. Si el Poder Legislativo está ocupado por los chavistas, será porque no son democráticos y nunca porque los otros no se hayan presentado para poder decir que no hay democracia.

Cada rosa tiene su espina
Por supuesto que aun la rosa socialista tiene las suyas.
El culto a la personalidad quizá sea la más filosa. Las calles que pudimos caminar aquella jornada del festejo por la alfabetización completa, estaban cruzadas por carteles que contenían su nombre una y otra vez: “Gracias Comandante Chávez” decía la mayoría de ellos. El mensaje es claro: la revolución es Chávez, no el pueblo. Más allá de ciertas organizaciones barriales que parecieran demostrar lo contrario, la idea que no hay proceso de cambio sin el comandante es una zanja que habrá que ver si los venezolanos deciden saltar.
En algún sentido es cierto que no hay revolución sin él, pero también puede apostarse a que no hay Chávez sin pueblo. Existen para comprobarlo dos elementos irrefutables: el contragolpe de abril, con el presidente bajo arresto y paradero desconocido, fue posible porque las masas ganaron las calles para devolverlo al liderazgo. Sólo esa participación popular evitó que el golpe se mantuviera intacto; al año siguiente, tras meses de huelga petrolera (otro intento de golpe mejor vestido), los trabajadores de PDVSA tomaron la empresa petrolera para ponerla en funcionamiento, quebrando el ahogo al que estaba sometido el gobierno, que aprovechó la ocasión para reponer el manejo del petróleo en manos del Estado. Dicen que se basaron en el modelo argentino de recuperación de empresas por parte de los trabajadores, aunque le sumaron un punto importante: el apoyo enérgico del Estado, que recuperó para sí el control de la empresa, que si bien nunca había dejado de ser propiedad estatal, estaba manejada por un grupo de gerentes que respondían a las grandes empresas extranjeras del sector, la mayoría de origen norteamericano. Hasta no es una locura pensar que, si triunfaba el golpe contra Chávez, no hubiera habido guerra en Irak, pues ya tendrían de dónde arrancar el crudo.
Otra punta que pincha es Chávez anunciando que se queda hasta la eternidad en el poder. Sus defensores dicen que es para que la oposición se ponga verde, pero él no se pone colorado cuando lo dice y sería un error histórico que el proceso, más que superarlo, pudiera terminarse en su figura emblemática y principal. Todavía parece posible evitarlo, pero todo nace en su excesivo personalismo y verticalidad, seguramente heredado de la carrera militar, que no hacen más que generar en Chávez la idea que es irremplazable; en sus colaboradores, que el comandante siempre tiene razón; y en el pueblo, que no hay cambio posible sin el presidente.
Hacia dentro del movimiento que encabeza no se advierte demasiado espacio para la discusión. Las cuestiones parecen dirimirse siempre en la misma cabeza y cuando un país o una región dependen sólo de una cabeza, pueden quedar liberadas por su impulso o liquidadas por sus delirios de grandeza.

Cuestión de minorías
Escuché muchos comentarios acerca de la homofobia de Chávez. Nunca pude establecer si rechaza a los homosexuales. No hallé comentarios de su parte al respecto en ningún discurso.
También se habló bastante de su judeofobia. Ahí sí aparecen algunos datos que admiten, al menos, dudar de sus simpatías por los judíos. Chávez ha tenido algunas palabras que resultan ambivalentes. En el acto de apertura del encuentro que fuimos a cubrir, utilizó una metáfora que en principio suena apropiada, pero dotada de contenido histórico puede tener otro destino: “Cristo ha sido el primer socialista y Judas el primer capitalista”. Simpático. Su discurso tiene siempre presente la doctrina social cristiana y hacía falta que alguien rescatara esta parte fundamental del cristianismo desde el poder efectivo y no solamente desde organizaciones sociales, pero el enfrentamiento político-económico entre Jesús y Judas ha sido, durante varios siglos, la herramienta más afilada para la persecución de los judíos: Judas representaba todo aquello desechable: haber vendido supuestamente por dinero a su guía, fue una acción achacada a todos los judíos durante lapsos extensos de la historia, a propósito de una especial afición por el dinero. Chávez, como buen conocedor de Cristo, difícilmente desconozca estos datos. Podría ser un error si hubiese sido un dato aislado.
Unos meses después, durante un acto de navidad, expresó que el mundo tiene recursos para todos “pero resulta que unas minorías, los descendientes de los mismos que crucificaron a Cristo” lo quieren todo para ellos. Luego explicó que se refería a los capitalistas, que lejos están de ser una minoría.
El apuro por retirar a su embajador en Israel durante la reciente guerra en el Líbano, sí merece ser comparada con su relaciones norteamericanas: ¿si la guerra de Medio Oriente generó esa ruptura de relaciones con Israel, qué debió haber hecho con su embajador en Estados Unidos cuando comenzó la invasión a Irak?

Uh, Ah, Chávez no se va
Ese ha sido el grito de cabecera de los chavistas desde su reposición en el cargo tras el golpe de 2002. Ayer volvió a ser la consigna al tope del ranking durante los festejos de la multitud bajo la lluvia, mientras escuchaba a su líder.
Estas elecciones han vuelto a ser ejemplo de limpieza y participación, con el nivel de ausentismo cerca de su piso histórico, aún cuando el voto no es obligatorio.
Mucho me quedó para ver tras esos pocos días por allí. Tendré que volver para ver si hay organización o clientelismo, construcción de poder popular o poder chavista.
Mientras tanto, en los cerros, a la vista pero escondidos, los que menos tienen están haciendo historia, aun cuando quienes la escriban le terminen otorgando ese lugar a Chávez.

Fernando Tebele

jueves, 20 de abril de 2006

Jornada por la memoria



Fue en la Plaza de Isidora, en Caaguazú y Larrazábal, del barrio de Mataderos.
En estos días un ejército de improvisados pintores de brocha gorda tomaron la plaza para cumplir con su tarea de pintar, una vez más, la memoria en ese muro.
Los 71 desaparecidos y asesinados de Mataderos, Liniers y Villa Luro que la Comisión por la memoria pudo relevar hasta hoy están ahí.
Ayer, madres, hijos, amigos, compañeros de esos desaparecidos, desfilaban adelante del mural cumpliendo con los varios pasos del ritual que fue inventado para la ocasión.
El primero: treparse a una escalera para ubicar el lugar donde vivió o trabajó su ser querido y dejar la huella de su paso con un gran punto de color en el mapa del barrio.
Hubiera querido compartir la foto que me perdí, no una, sino varias veces. Cuando áquel que estaba trepado a la escalera no podía encontrar en el mapa el lugar requerido varios brazos en alto señalaban: -ahí,ahí, no, más acá, no, ahí, sí. Éramos muchos los testigos mudos de la escena que parecía querer quebrar el hechizo de la desaparición y todos reaccionaban ansiosos para colaborar con el encuentro... y me
tapaban la foto.
Después del punto (que no era final) unas ventanitas blancas esperaban los nombres, los apodos de los desaparecidos; habían sido pensadas para eso, pero las ganas de familiares y amigos pudieron más y dejaron sus mensajes: "hasta la victoria", "negrito, villero y montonero, te llevo conmigo", "tío, te queremos".
Madres con hijos sosteniendo el mismo marcador, familias en fila que escribían una letra cada uno.
-¿Podemos poner a mi hermana y a mi cuñado juntos?- preguntó alguien. "Santiago y Norma", "Silvana y Ricardo" compartieron el espacio desafiando los prolijos preparativos que habían dispuesto 71 ventanitas blancas.
Pude tomar esa foto de los Arias (a pesar de saberme invadiendo la intimidad familiar) cuidadosamente dispuestos alrededor de la ventana que decía "Carlitos Arias" y con mucho cuidado de no taparlo.
Tomé muchas fotos más, elegí estas, y me acordé de esa idea de los indios de que las fotos se roban el alma.
Me parece que me traje varios pedacitos de alma en estas imágenes, pero no me preocupa, porque estas madres, estos hijos, estos compañeros parecen dejar el alma en cada lucha, en cada homenaje desde hace ya muchos años.


María Eugenia Otero