domingo, 12 de julio de 2009

La batalla de Lacarra


El frío, frente al Parque Avellaneda, no tiene piedad con quienes decidan enfrentarlo. Por más abrigado que esté, dejé mi gorro de lana olvidado en el bolsillo de la otra campera. Mi cabeza destechada no me lo va a perdonar.

La marcha está convocada para las siete de la tarde. Enfrente, el batallón de móviles de todos los canales de noticias se pertrechan. No son las notas que más nos gusta cubrir; preferimos aquellas que pocos quieren mostrar. Pero conocemos el trabajo de la gente de La Alameda, que lucha contra varias formas modernas -y otras no tanto- de trabajo esclavo. Esta vez la cita es para marchar hasta un taller clandestino ubicado cerquita, a dos cuadras de Lacarra y Directorio. Es un escrache que acompaña a una inspección de la Subsecretaría de Trabajo de la ciudad, que está a cargo de Jorge Ginzo. Llegamos pronto. Parque Avellaneda es, junto con Flores sur, el reino de los talleres textiles clandestinos. Más tarde lo comprobaríamos.

Ya en el lugar, Lacarra 932, las cámaras esperan apuntando al pehache con balcón y terraza a la calle. Estamos ahí porque un día antes Luis Quispe Quispe, uno de los costureros que ahora están dentro, se acercó a La Alameda para denunciar cómo vivía allí, pidiendo ayuda para poder salir y sacar sus pocas cosas.

Todos los costureros que llegan de Bolivia saben de La Alameda: la mafia que los trae y esclaviza utiliza una radio comunitaria para entretenerlos en los talleres y también para asustarlos. Les dicen que los de La Alameda son piqueteros que viven del gobierno y quieren quitarles las máquinas para dejarlos sin trabajo. Como para no resistirlos. Con el tiempo, algunos de ellos escuchan otras voces que les cuentan que La Alameda ha generado diferentes espacios para que, una vez rescatados de los talleres, puedan trabajar en condiciones dignas; entonces acuden por ayuda. Otros llevan años viviendo así, por migajas, seguramente creyendo que se merecen lo que tienen. Siempre que nos sometemos a algo, a lo que fuere, es porque pensamos que lo merecemos.

Los inspectores son dos. Uno es destechado como yo; la otra es mujer. Es viernes a la noche. Se les nota que preferirían estar en otro lugar, pero allí están, supongo que maldiciendo al jefe que los envió tras ser avisado por gente de La Alameda. Golpean la puerta. Unos minutos después, alguien la entreabre lo suficiente para escuchar sin ser visto. Acostumbrados a que resistan sus visitas, los inspectores utilizan un pie cada uno para que la puerta no vuelva a cerrarse. Entonces la espera se hace más larga. El frío sigue ahí. Los bombos y redoblantes le pondrán calor a la manifestación, pero no a la noche.
Los que gritan son cuarenta, no más ¿Por qué los buenos suelen ser minoría? No lo sé, pero me encantaría saberlo para poder cambiarlo. Al fin, los inspectores pasan tras media hora afuera. Desde arriba, Luis, el denunciante, aún en el taller, avisa por teléfono que durante la demora los fueron llevando a la terraza.
Todo va a terminar así según parece. Pero llega un morocho grandote y todo cambia. Los manifestantes, que lo reconocen, comienzan a gritarle. El tipo es Alfredo Ayala y lo sindican como líder de los talleristas. La escena me recuerda la vez que mi vieja me llevó a ver Titanes en el Ring durante unas vacaciones en Mar del Plata. Anunciaron a Gengis Khan y todos abucheamos al mismo tiempo mientras el gigante caminaba por los pasillos hasta subirse al ring. Era el malo. El peor de todos. Ayala es mi nuevo Gengis, pero no estoy ahí para abuchearlo. Entonces prendo el grabador y lo encaro. En la otra esquina, Gustavo Vera, nuestro Martín Karadagián, apunta algunos antecedentes de Ayala. Se conocen: Ayala organizó varias movidas contra La Alameda, algunas de ellas violentas. Pero ahora está solo. La gente lo rodea. Le gritan cosas. Pero nadie le toca un pelo. Decido dejar el grabador encendido; los grabadores digitales tienen esa ventaja: la cinta nunca se acaba porque no tienen cinta. Ayala escucha las preguntas, pero responde lo que quiere. Aporta datos falsos y, cuando lo pongo en evidencia, escapa acusando a Vera de pagarle a la gente. Si les pagara serían más, pienso, pero no se lo digo. Ayala termina su improvisada conferencia de prensa. Las cámaras comienzan a apagarse. Lo siguen abucheando, pidiéndole que se vaya. Abre su Nextel y pide tropas: “manda a la gente por favor, que venga la gente”. Diez minutos más tarde son cincuenta. Brotan de todos lados. La mayoría, se nota, también son trabajadores e inmigrantes. Tratamos de hablar con ellos, para saber qué piensan, por qué están tan enojados con Vera y los suyos. El discurso es casi único: que los de La Alameda son vagos; pagados por el gobierno; piqueteros; que están haciendo política; que les quitan las máquinas y ellos se quedan sin trabajo.
Lo de quitarles las máquinas es así: el año pasado, un fallo del Juez federal Sergio Torres expropió las máquinas de un enorme taller clandestino que funcionaba en Deán Funes 1754/60, en Parque Patricios, donde los trabajadores vivían hacinados. Las maquinarias fueron entregadas al INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial). Los trabajadores que así lo quisieron conformaron una cooperativa. Pero el ejemplo es utilizado por los talleristas para que los esclavos teman quedarse sin trabajo. Indocumentados, en un país ajeno, no sabrían dónde ir. Allí por lo menos tienen techo, trabajo y comida, suelen pensar. No es tan sencillo. No me animo a juzgarlos. Ni me imagino pasar por una situación así. El pellejo de ellos no es el mío, está claro.
Justo alcanza a salir la familia denunciante. Aparece la esposa de Luis y dos niños muy pequeños, llevados en sus brazos. Mientras, los refuerzos de Ayala continúan llegando; al rato son cerca de trescientos y, al verse en clara mayoría, comienzan a agredir a los integrantes de La Alameda. Ayala ya está enfrente, en la vereda del parque, un poco más tranquilo y con su ejército de explotados. Muchos huelen a alcohol; Luis contará más tarde que además de esclavizarlos los incitan a emborracharse. Comienzan a volar las bolsas con basura que están junto a los árboles, como cada noche, aguardando la recolección. Ahora son bombas que llueven hacia los pocos de La Alameda, que están rodeados. Dos policías desvían el tránsito en la esquina. El jefe del operativo, conformado sólo por un patrullero, ya no está. La comisaría 40 queda también a dos cuadras. Pero debe haber muchas pizzerías cerca, porque en el lugar de la batalla campal no aparecen. Los agentes del orden apostaron, evidentemente, por el desorden. Esto termina muy mal, llego a pensar y a decirle a Euge, mi compañera. También la pierdo a ella. Alguno de que se replegaban hacia Directorio y Lacarra obligó a las mujeres a irse rápidamente. En una de las veredas, los diez o quince hombres que quedan se defienden como pueden contra cientos de enardecidos, que rompen ramas de los árboles para jugar al beisbol con cabezas ajenas. Se oyen ruidos de vidrios quebrados. Veo un par de botellas rotas y vuelvo a pensar que la noche, que ya está fea, termina peor. Estamos a una cuadra de La Alameda, al que ya vemos como un fuerte, una base, el lugar adónde estar seguros. Me cruzo con Gustavo Vera. Lo veo discutir con uno de los dos policías; el otro, increíblemente, hace señas de desviar el tránsito a coches que no vienen. Te lo juro. Enciendo el grabador y le pregunto por qué no hace nada. Silencio. Le pregunto si no ve un tumulto callejero, intentando ser técnico en el lenguaje y esperando que me responda: “afirmativo” o algo así. Pero no dice nada. Insisto y me pide que lo deje trabajar. Que no estás trabajando porque si no tratarías de evitar que le peguen a la gente. Hasta que responde como un personaje de Capusotto: “estoy dirigiendo el tránsito”. Te lo juro por mi vieja si es necesario: eso me dijo mientras mucha gente corría a su alrededor. Vuelvo a ver a Vera. Pienso: ¿qué hace este tipo todavía acá? Se me cruza por la cabeza sacarlo o decirle algo, pero supongo que a él no le harán nada. Qué sé yo. Sabrá lo que hace. No le van a hacer nada justo a él. Lo pierdo de vista. A los dos minutos, la turba enfurecida que carga contra los pocos resistentes en retroceso, sale corriendo en otra dirección. Se oye un único grito masivo; algo así como un ehhhh gigante. Me imagino lo que pasa. Van por Vera. Poco después nos dicen que le pegaron mucho, que lo salvó la policía una cuadra más allá. Que evitaron su linchamiento y lo llevaron a la 40. Una vez en la comisaría, no lo puedo creer: Vera tiene la cara hecha mierda. Le cae sangre por todos lados. Lo fotografiamos. Por suerte Euge ya está conmigo. Entramos a La Alameda. Concepción, una mujer que hace pocos meses denunció que el taller esclavo donde trabajaba confeccionaba para kosiuko, llora desconsoladamente.
Nos vamos corriendo, no corridos por nadie esta vez, y enviamos las fotos y un pequeño reporte a todos los medios que alcanzamos. Lo volvemos a pensar y lo creemos menos. En los noticieros de medianoche, esos que muestran de todo menos noticias, está lo poco que filmaron: el escrache inicial y las primeras piñas. Pero en cuanto apagaron sus luces las cámaras, la noche se tornó demasiado oscura. Bajamos un cambio, un bruto rebaje diría. Llamamos por teléfono para saber cómo están los heridos. Ahí nos enteramos que mejor. Luis y su familia están ahí. Contentos parece. Dicen que se acercó a Gustavo y le agradeció, llorando y abrazándolo, lo que hicieron por él. Valió la pena entonces. Como cuando el gran Martín recibía los golpes de Gengis, uno temía que perdiera, pero terminaba consiguiendo la victoria. Siempre.