Estoy en Madrid después de viajar a otra dimensión. Al fin del mundo, o al principio de mi mundo, no sé.
Volví de Galicia hace dos días y todavía no puedo conectarme con la gran ciudad.
Todos los edificios tan pintados, las calles tan prolijas, y yo cargando el olor a bosta de vaca en las narices y seguro, seguro, en mis zapatillas, que metí el primer día en la aldea en un charco de dudoso contenido, y nunca se me secaron de la humedad que hay ahí y no me importó nada. Y tampoco me enfermé.
Tengo en la piel la sensación del sol en el camino a la aldea donde nacieron mi viejo y mi abuelo. Mientras escribo rebobino en mi recuerdo el caminito cuesta arriba, en medio de los mil verdes, y yo parando en cada casita y saludando a los de la aldea, que el primer día creyeron que era una de las de Jehová según me dijeron. Claro, hasta ese lugar sólo suben los que son de ahí.
Y yo descubrí que era tan profundamente de ahí. No sólo porque puedo decir soy la nieta de Víctor de Ramón grande (ahí la gente se llama así, con nombres que aluden a alguna característica de la casa o de los que la habitan). En el caminito cuesta arriba, uf, muy cuesta arriba, estaban la casa de Concha de Maduro y la casa do Raposo, la de Ramón do Neno... mi abuelo nombró a toda esa gente cada día de su vida.
Cada día que subía a la aldea, la viejita que estaba siempre parada en la casa do Raposo me saludaba, yo paraba, le daba besos, dos besos, la abrazaba y ella me decía, en gallego claro: E tú quen eres? y todos los días repetíamos la misma conversación, yo le decía que era la nieta de Víctor, de Ramón grande, ella me preguntaba si mi abuelo vivía, que lo quería mucho, y que cuánto hacia que se había muerto, y así, hasta el día siguiente. Una viejita que es un flash, que parece un gnomo pero mujer y con bigotes que me pinchaban al saludarla. Galleguisima, chiquitita y tan dulce!
Tengo grabadas en los ojos todas las caras que vi. En el paladar el sabor de la tortilla que me hicieron las tías de mi vieja en la aldea después de decirme: mientras haya patatas y fuego en una casa, hay comida. En los oidos siento la vibración de las voces de todos los que me hablaron en gallego llevándome de regreso a ese lugar de infancia, a escuchar cotidianamente ese idioma, mi idioma, que escuché cada día de mi vida hasta que se murió mi abuelo, el año pasado.
Me hablaron a los gritos, porque es la única manera en que hablan, y para mí fue otra vez el sonido mas tierno y mas dulce.
Siento en las piernas el cansancio de subir y subir cuestas y trepar piedras y de bailar y bailar una noche entera en una romería, un lugar increíble detenido en el tiempo, con lucecitas blancas y piso de tierra y una orquesta que sonaba muy feo pero que para mí era la gloria, tanto, que la noche entera la disfruté bailando pasodoble aunque dejaran de tocar pasodoble. Siempre bailan igual y yo con ellos, y el gallego que me dijo al oído, mientras bailábamos cualquier ritmo como si fuera pasodoble: eres un cielo, cariño. no dejes que nadie te haga daño, argentinita.
Y me llevo pegados muchos abrazos que no quiero dejar de sentir. Y me vuelven a caer las lägrimas como cuando en el micro me di cuenta de que dejaba Galicia porque el paisaje se volvió llano, y se lo conté a mi primo en un mensaje de texto. Él me respondió, en gallego claro: Galicia no es sólo un paisaje, es también parte de lo que nosotros somos. Donde haya alguien que ame a Galicia allí estará ella.
Uf, tan parte de lo que yo soy es, tanto, que me vi reflejada en las caras, en los gritos, en las peleas, en los gestos. Me encontré más conmigo en esos ratos que pasé en la aldea que en miles y miles de horas de psicoanálisis.
Cuando el primer día escuché que alguien decía: voy a subir a la besta y yo pensé ¿cuál será esa bestia? y dije inmediatamente: yo voy... y allá fuimos, al monte, con el caballo, en medio de la noche, al sitio donde estaban las vacas... y el que levaba al caballo se fue a buscar algo y me dejó ahí, parada en medio de la noche oscurísima con tres vacas. Y una vaca me miró y empezó a caminar hacia mí y, guau, la vida se me pasó por la cabeza en un segundo y me di cuenta de que era una imbécil.
O cuando intenté guardar las gallinas y caminé hacia los bichos y no sabía qué hacer, ¿las agarro?, ¿qué hago?, pensaba. Ahora sonrío.
O mi lucha contra unas cabritas inmóviles que no se dejaban llevar y yo caminando esos caminitos y saludando a esa gente, abrazando, gritando y peleando con ellos; tanto tanto que no me interesó pelearme con los del PP -que eran muchos, lamentablemente-, ni una palabra les discutí.
Me metí en otra dimensión.
Escribo sin revisar porque no me interesa escribir lindo sino escribirlo así, como estoy, en carne viva, con un enganche mínimo con la cabeza y la razón. Todo con la piel, los sentidos y el alma que se me salió del cuerpo cuando el paisaje se hizo llano y dejé de estar en Galicia. Trato ahora de cosérmela otra vez al cuerpo para ver si me remiendo y vuelvo a estar entera, más entera seguramente de lo que llegué a esta tierra.
A ver si mañana me levanto un poco más cuerda y voy al Prado a morirme frente a un Velázquez, un Goya, o un Bosco.
María Eugenia Otero
viernes, 5 de octubre de 2007
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